Esa tarde había decidido caminar sola, recuperar mi humor, perdonar mis errores. Escuchar al viento, despedirme del sitio, volver a mi centro. Caminé, entonces, sola, hasta que me topé con su espalda yéndose. Caminaba en la misma dirección que yo, también en soledad. Con él estaba enojada, no podía entenderlo, me había herido. Sin embargo, no cambié de rumbo, provoqué el encuentro.
Tratamos de sonreir, las comisuras pesaban. Nos propusimos acompañarnos. Entonces caminamos, buscamos el camino al mar. Recorrimos la chatarra. Hicimos perros amigos y vimos a los chicos jugar. Encontramos la picada a la playa: nos llenamos de abrojos los pantalones. Nos sentamos en la arena y conversamos. Nos quitamos los zapatos. En esas últimas horas -se acababa la travesía- hablamos todo lo que habíamos callado en semanas. No sé por qué siempre sucede eso. Todo siempre al final. Mojamos los pies unos pocos segundos, hasta no sentirlos más, en el agua salada. Juntamos caracoles y dejamos escurrir la arena infinidad de veces de nuestras manos. Me contó de sus miedos, de su inseguridad. Me escuchaba atentamente, como intentando aprender de lo que oía. Me sentí su maestra, aunque no quería serlo. Habló de frustraciones. Hablé de sorpresas. Contó días grises y diálogos interrumpidos. Conté de viajes y de ser fiel a uno mismo. Escuchamos a las gaviotas, las vimos en su vuelo. La tarde se fue en diálogo, y empezó a hacer frío. El viento reconforta, a veces, cuando uno ya no recuerda qué es sentirse vivo. El diálogo devino en reconciliación, yo con él, él conmigo, y cada uno consigo mismo. Encontramos juntos un camino de vuelta sin abrojos, y sin permiso. Viajamos al café, y ahí aprendió a tomar mate. Amargo, pero lo tomó ni mú. El tiempo que quedaba se esfumó de golpe, y su mirada se puso triste.
Subimos a un auto.Viajamos callados, como demorando los minutos. Entonces sucedió, justo antes de llegar a destino. Sin mirarme, me reveló lo importante. Me dijo lo que ya no esperaba escuchar, desde que dos días atrás, me había enojado con él. Desde que me había fallado. En ese último minuto, dijo lo que había callado las últimas cinco horas. No sé por qué siempre sucede lo mismo. Siempre todo al final. Volví a sorprenderme: sí me quería. Fue entonces el asombro, otra vez quedar fuera de lugar. Me gustó escucharlo: al final, no me había equivocado tanto.

¿No dice la canción que los días no tienen dueño? Yo había decidido caminar sola, recuperar mi humor, perdonar mis errores. Fue una tarde con yapa, la yapa más austral del mundo.